Mañana blanca de brillo tenue, que se asienta paulatinamente en los parpados, los visillos suavizan el ventanal, la vista a la calle y sus rugidos de ciudad gimen agónicos en el día a día típico de la urbe, donde se pierden los gritos y los aullidos de los lobos. Cierro los ojos, estoy rodeada de nieve, sentada en una atalaya congelada, en medio de un bosque inhóspito, desierto blanquecino, aire tajante, aroma a pino. Una figura montaraz se mueve ágil en la lejanía, dando zancadas por la nieve blanda y espesa que lo hunde borrando parte de su contorno, da saltos perspicaces, violentos para abrirse camino por la nieve virgen. Con lomo corvo, cabeza encogida, piel erizada, pelaje oscuro tupido moteado en plata, esconde ojos indómitos bruñidos en instinto, que suspiran aliento voraz por la vida, son color caramelo rasgado, encendidos en el paisaje uniforme níveo, dos llamas refulgentes insaciables. Se detiene en seco. Olisquea el suelo frío. Levanta parco la pesada cabeza, resping