Mañanas de otoño

El dulce temple del tiempo suspendido entre mis dedos. Envuelta en sábanas, almohadas más suaves que el viento primaveral, mis ojos luchan por romper con ese estado y volver a la vigilia, pero no quiero, no quiero y no quiero. Me rehúso a poner en marcha el reloj y el correr de la mente como el agua recorre furiosa los ríos en época de deshielo, arrastrando todo remanente de calma.

Me encuentro embelesada por el perfume de las sábanas, tan dulce, tan fresco, tan relajante. Me doy vuelta de una lado al otro, contrariada por el sol que me exige despertar, y mi deseo de continuar en pausa me hunde más profundamente en el colchón, en la calidez del edredón azul cielo. 

No es desidia, no es haraganería, es la calma. La testarudez de no soltar ese momento, a veces más corto a veces más largo, en donde mi mente sucumbe a la paz, se allá desarmada, desprovista de argumentos para arremeter contra la vida: como una niña que solo conoce de ingenuidad  e inocencia. 

Toda la mañana en sí, son unas horas de armonía, de claridad, en la que yo gobierno a mi mente y ella se somete a mi soberanía. Son dulces esas horas, pero cortas, de felicidad. 


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